Chabier de Jaime y Cristina Marco
Dic 03
Clase de astronomía en Torralba de los Sisones
Martes 10 de noviembre. Ocho y media de la tarde. Concentrados en la plaza del Pilar una cuarentena de alumnos de 1º ESO del IES Valle del Jiloca, una quincena larga de padres, un veterano aficionado a la Astronomía y dos profesores de Biología y Geología. Una noche sin luna, una tarde fresca pero no fría y un cielo completamente despejado. Todo a favor para observar el firmamento.
En el aula hemos estado estudiando el tema “El Universo” durante dos semanas. Además de aproximarnos a su origen y a la historia de su conocimiento, se ha abordado su composición. Galaxias, estrellas, constelaciones, cúmulos estelares, sistemas planetarios, satélites, asteroides, cometas y otros astros han sido descritos y se han visto imágenes. Pero se trataba de ir más lejos. Un día antes de la salida, los chavales ya disponían de un mapa del cielo para la localidad y para la hora de la observación, que les servía para prepararla.
Vivimos en un rincón de Europa en el que todavía existe un cielo limpio para la observación nocturna. Se trata de aprovechar los recursos, en este caso… para aprender. Y contamos con personas con experiencia y afición en la Astronomía. Vecinos nuestros, en este caso, Máximo Cortés, de Calamocha.
Nos pusimos en marcha. Nada más salir, vimos un zorro que merodeaba por los pajares de Calamocha. Los faros de una larga comitiva de coches brillaban en la oscuridad de la carretera hacia Torralba de los Sisones. Traspuesto un collado, entramos en su término y nos acercamos al camino que une Tornos y Fuentes Claras. Allí nos esperaban más coches. Nos desviamos un poco para evitar la carretera, por la iluminación y el riesgo del tráfico.
Nos desplegamos en la pista. Los alumnos formaron dos líneas. Los padres, se quedaron en un extremo. Y Máximo en el centro. Presentamos la actividad agradeciendo la implicación de las familias. Comentamos la decisión de no emplear telescopio para así centrar la atención en lo visible por todos, para dedicar el tiempo del experto a mostrar y explicar, y no a redirigir continuamente el aparato. La sierra de El Poyo y las lomas de Villalba ocultaban la contaminación lumínica procedente de Calamocha y Monreal del Campo. Hacia el oeste, ya había desaparecido el resplandor crepuscular. Dio comienzo el espectáculo.
Cosntelaciones de la Vía Láctea. Foto: V. Aupí
Comenzamos por lo macro. Máximo, nos recordó que el firmamento es enorme y que los astros están a diferentes distancias, aunque los veamos como dispuestos en una bóveda. Y con su poderoso puntero láser, nos fue señalando la Vía Láctea y recordando que estamos inmersos en el brazo de Orión. La segunda referencia fue para orientarnos. La Osa Mayor, casi en la eclíptica, que nos ayuda a encontrar la Estrella Polar, el norte, extremo del pequeño carro u Osa Menor.
Osa Mayor. Foto. V. Aupí
De ahí fuimos pasando a recorrer las diferentes sectores del cielo. En el cénit, el gran cuadrado de Pegaso. Entre éste y la Osa Menor, estaba Casiopea, una pequeña M con su vértice central orientado hacia la Estrella Polar.
Casiopea y Perseo. Foto: V. Aupí
Muy cerca, Cefeo, un pentágono que recuerda a una casita. Hacia el oeste, el Cisne, imponente y enorme, apuntando su largo cuello hacia la raya con Castilla y brillando Deneb en su cola. Más allá, Lira, un pequeño rombo, junto a la brillante y azul Vega. Hacia el suroeste se dibujaba el Águila, con su intensa estrella Altair, de la que nos estaba llegando una luz que salió del astro cinco años antes de que nacieran nuestros alumnos.
Menos brillantes eran las estrellas de Andrómeda que, sin embargo, escondían uno de los grandes descubrimientos de la noche: la galaxia del mismo nombre. El cuerpo celeste más lejano observable a simple vista. Y mucho mejor con los prismáticos que algunos trajeron. Una nubecica elíptica formada por un billón de estrellas, varias veces más que la Vía Láctea.
Galaxia de Andrómeda. Foto: V. Aupí
El puntero recorría cada palmo del firmamento. Las chavales estaban fascinados con su largo recorrido. Algunos pugnaban por tocar el haz, a pesar de las pacientes advertencias de Máximo. De vez en cuando, cruzaba una estrella fugaz. Explosión de júbilo que interrumpía las explicaciones. ¡Deseo tener un unicornio!, se oía en algún rincón entre la multitud. El bullicio se extendía en el tiempo expectante ante el paso de otra fugaz. Lo que nos atrae el movimiento a los humanos …
Seguimos viajando a través de un enorme mapa imaginario. Cerca de Casiopea, hacia el este, estaba Perseo, alargado y discreto conjunto de estrellas. Y, algo más allá, Auriga (El Cochero) un pentágono en el que destacaba Capella.
Auriga (El Cochero). Foto: V. Aupí
Apareció un tractor por la carretera. De repente se desvió hacia el camino, hacia donde estábamos. Sus potentes faros nos iluminaban. Tan alto, con su gran sembradora, parecía una nave espacial que venía directa hacia nosotros. Paró y apagó los faros y su tripulante se sumó al grupo.
Hacia el otro lado del firmamento algo nos llamaba la atención. Un pequeño conjunto de siete estrellas brillantes y azuladas: las Pléyades, también conocidas como las Cabrillas. Nos contó Máximo que es un cúmulo de estrellas jóvenes. Comentamos que se formó hace 100 millones de años, en un momento en el que los humanos aún no habían aparecido sobre la Tierra pero en el que los dinosaurios ya recorrían los continentes. Unas estrellas jóvenes en relación con la edad del Sol (4.650 millones de años). Cuando se tienen doce años, todo lo antiguo parece igual de antiguo.
Y seguían pasando estrellas fugaces. Y seguían causando nuestra admiración. Como si fuese la primera vez que las veíamos. Y seguían los comentarios y gritos de sorpresa entre unos y otros.
Así, sector a sector fuimos recorriendo todos los campos del cielo de la mano del láser y de las explicaciones de Máximo. No faltaban comentarios relativos a la mitología griega. Leyendas de dioses y de otros personajes que le daban sentido a los nombres de las constelaciones. Y que hubiera dado para otra sesión.
Y, como los grandes magos, Máximo fue reservando la mejor baza para el final. Ya era cerca de las diez y habíamos podido comprobar que las estrellas cambiaban de posición con respecto a nosotros. Hacia el este, sobre el monte Valdellosa, estaba terminando de salir Orión, el Cazador, una de las constelaciones propias de las noches de invierno en nuestro hemisferio. Inclinado, se veían ya tres de los cuatro vértices del imaginario reloj de sol y las tres estrellas del centro (el cinturón de Orión). Hacia lo alto, un arco formado por otras menos brillantes y que forman el escudo. Estaba precioso. Máximo nos contó una de sus aficiones: observar a través de su telescopio la nebulosa de Orión que nosotros vimos como una nubecilla.
Orión asomando por el horizonte. Foto: V. Aupí
Ya eran las diez de la noche. Y el día siguiente era día-escuela, como decimos aquí. Llevábamos más de una hora de pie, observando el firmamento y escuchando a Máximo, nuestro guía del firmamento. Algunos incluso tenían examen al día siguiente. Así, fue terminando la actividad y los alumnos volvieron a su casa con sus padres.
Los últimos nos quedamos viendo nuevos rincones del cielo, escuchando nuevas explicaciones de Máximo, incansable y entusiasta. Y, en esto, escuchamos el inconfundible trompeteo de un grupo de grullas que seguramente se dirigía hacia la laguna de Gallocanta desde el suroeste.
Ese cielo estrellado, ese frío en la cara, ese sonido tan especial cerraron una jornada inolvidable. Gracias, Máximo.
Fotografía cedidas por Vicente Aupí