Los robots del amanecer, de Isaac Asimov


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LOS ROBOTS DEL AMANECER, de ISAAC ASIMOV

“Elijah Baley se encontró a la sombra del árbol y murmuró para sí: “Lo sabía.  Estoy sudando.”

Hizo un alto, se enderezó, se enjugó la frente con el dorso de la mano, y luego miró hoscamente el sudor que la crubría.

-Odio sudar -dijo en voz alta, como si enunciara una ley cósmica.  Y una vez más sesintió irritado con el Universo por hacer que algo esencial fuese tan desagradable.

El la ciudad nadie transpiraba jamás (a menos que lo deseara, por supuesto)…”

La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro


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LA SONRISA ETRUSCA, de JOSÉ LUIS SAMPEDRO

 “El viejo sostiene al niño en brazos, envuelto en una manta.  La cabecita soñolienta se reclina en el huesudo hombro izquierdo, mientras el peso del cuerpecín reposa sobre el antebrazo derecho.  ¡Preciosísima carga!… La nieve les envuelve desde fuera con su vigorosa blancura como para protegerles…”

La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón


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LA SOMBRA DEL VIENTO, de CARLOS RUIZ ZAFÓN

“-Este lugar es un misterio, Daniel, un sanuario.  Cada libro, cada tomo que ves, tiene su alma.  El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y viviéron y soñaron con él.  Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espírtu crece y se hace fuerte.”

La metamorfosis, de Franz Kafka


 

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LA METAMORFOSIS, de FRANZ KAFKA

 

“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto.  Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro…”

La casa de los espíritus, de Isabel Allende


 

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LA CASA DE LOS ESPÍRITUS, de ISABEL ALLENDE

“Los poderes mentales de Clara no molestaban a nadie y no producían mayor desorden; se manifestaban casi siempre en asuntos de poca importancia y en la estricta intimidad del hogar. Algunas veces, a la hora de la comida, cuando estaban todos reunidos en el gran comedor de la casa, sentados en estricto orden de dignidad y gobierno, el salero comenzaba a vibrar y de pronto se desplazaba por la mesa entre las copas y platos, sin que mediara ninguna fuente de energía conocida ni truco de ilusionista”.